Jesús Cuadrado *
No podemos seguir viviendo así, hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos, que diría Tony Judt. Si hubiera que optar por algún ejemplo para comprobarlo, elegiría, por pedagógico, el desastre presupuestario de la gran mayoría de las ciudades españolas; se puede comprobar que arrastramos modelos de vida colectiva insostenibles. El que puedo seguir más de cerca es el de León, con una hacienda pública fuera de control, con unos ingresos que no alcanzan para cubrir gastos de personal y ordinarios, que no pueden hacer frente a una deuda desbocada, sin recursos para elementales obras de mantenimiento. Ayuntamientos, de los que dependen tantos servicios públicos esenciales, en el dique seco, como todo el país.
¿Cómo hemos llegado a esto? Por razones familiares visito con frecuencia Copenhague y no puedo dejar de comparar lo que veo allí con lo que veo aquí. Llama la atención la calidad y fortaleza de los servicios públicos daneses, desde los centros escolares, incluidas las universidades estatales, mucho mejor situadas que las nuestras en los ránking internacionales, a las solventes políticas activas de empleo. Pero, conviene fijarse también en la austeridad con la que resuelven muchos gastos de carácter urbano. Suelo fijarme en aceras y mobiliario público para hacer la comparación con nuestras ciudades: en esto, ellos serían los pobres, nosotros, los ricos. Toda la capital danesa tiene el mismo tipo de aceras, con unas humildes planchas de hormigón y toscos adoquines sin pulir, que se pueden ver en el entorno del Palacio Real como en cualquier barrio periférico, y unos sencillos sistemas de iluminación pública sujetados por simples cables en las fachadas. Un paseo por la calle Ancha de León, camino de la catedral, sobre losas de carísimas rocas pulidas y junto a farolas de precios prohibitivos, como en tantas otras ciudades españolas, es suficiente para entender “por qué hemos llegado a esto” y “por qué no podemos seguir viviendo así”. Otro ejemplo: mientras en nuestro país, en cada ciudad, grande o pequeña, se demanda el carísimo soterramiento del tren, en Copenhague, sin graves problemas presupuestarios, se puede ver una gran barrera ferroviaria que dificulta la comunicación con la zona marítima en plena ciudad, sin que nadie considere una prioridad su eliminación.
Pues bien, hay una cuestión esencial a la que enfrentarse: cómo salir de este bucle de gasto excesivo y cómo cambiar un catálogo tan equivocado de prioridades. Si sabemos que el incremento de la productividad de toda la economía es lo que hace posible el desarrollo social y la financiación del Estado del Bienestar, lo importante y lo urgente, a pesar de la crisis, es el esfuerzo en educación, en serias políticas activas de empleo, en investigación y desarrollo tecnológico, en la internacionalización de la economía, en esas cosas que a los daneses les dan tan buenos resultados. Sin recurrir a las trampas de Montoro, que le dice a Bruselas que va a ahorrar con la reforma local ocho mil millones de euros trasladando, sin más, el gasto de unas administraciones a otras, hay que meter la tijera donde sobra grasa, donde se puede, y se debe, recortar gasto. Una evidencia: cualquiera que visite los palacios episcopales o los de las diputaciones verá por donde se escapan los recursos públicos tan necesarios.
El presupuesto de las Diputaciones de Régimen Común, excluidas Comunidades Autónomas uniprovinciales, las forales y cabildos, era en 2012 de cinco mil quinientos millones de euros; casi en su totalidad prescindibles, tanto que ni se han enterado de la crisis. Más aún, las cuatro diputaciones catalanas, por ejemplo, pueden incluso hacer de banco de la Generalitat y prestarle dinero (Plan Extraordinario de Asistencia Financiera Local) “con un interés del Euribor + 1”, incluso les sobra para crear un fondo de contingencia, “hacer una reserva y tener este dinero en la hucha no nos va a hacer ningún daño”, dicen sus presidentes. Y los profesores de la enseñanza pública sin dinero ni para tizas. Es decir, las Diputaciones sobran y los cinco mil millones que despilfarran se pueden dedicar a mejor fin. Pero no, el gobierno de Rajoy ha decidido potenciarlas en su reforma local, convertir en ejemplar el mayor modelo de despilfarro de las administraciones españolas, tanto que el propio secretario de Estado, Beteta, ha llegado a señalar como guía para su reforma a la Diputación de Ourense, la de Baltar, el que contrató a dedo a tantos conserjes que no tenía mesas suficientes para ubicarlos. ¿Por qué este empeño del PP? Porque las diputaciones se han convertido en la mayor red de clientelismo político en España, hasta el punto que, como señala en su blog el periodista Pedro Vicente, en referencia a Castilla y León, es habitual que el Partido se dirija desde las Diputaciones, coincidiendo, en muchos casos, la misma persona en ambas presidencias. El PSOE llevaba la supresión en su programa electoral, pero, ahora, sinceramente no alcanzo a entender lo que dice sobre el tema su responsable Gaspar Zarrías. Lo que importa: se puede y se debe, pues, prescindir de estos pozos de recursos públicos “distraídos”.
Siguiendo por la calle Ancha, en León, desde el palacio de Botines, de Gaudí, en el que quienes hundieron Caja España y Caja Duero disfrutan de sus impresionantes despachos, pasando por delante del magnífico palacio de Los Guzmanes, donde tiene una de sus sedes la Diputación Provincial, se llega al lujosísimo Palacio Episcopal, centro de la diócesis, frente a la catedral. Una simple visita al patio central de este edificio histórico, restaurado con recursos del Estado, permite comprobar que se trata de un centro de poder, muy similar al de cualquier delegación del Gobierno, control de entrada incluida; pero, es una instalación religiosa de la iglesia católica. Y esto cuesta dinero, y se paga con los mismos presupuestos públicos que no llegan para pagar las obligaciones ya adquiridas de la ley de la dependencia o los ordenadores que faltan en la enseñanza pública, por ejemplo. ¿De cuánto dinero estamos hablando? En un recuento moderado, se pueden computar por año los casi doscientos cincuenta millones que les transfiere el Estado para financiar culto y clero, los más de seiscientos millones para las nóminas de profesores de religión, no menos de mil millones de exenciones fiscales o las transferencias del Estado por la vía de carísimas rehabilitaciones de edificios históricos de uso exclusivo de la iglesia. Más de dos mil millones de gasto público que un Estado laico no debiera tener ninguna obligación de soportar, y, mucho menos, cuando las obligaciones públicas a las que hoy no hacen frente los poderes públicos son tan “de justicia” como la necesidad de ampliar los comedores sociales.
En definitiva, fantasías fiscales aparte, sí hay importantes posibilidades de ahorro de recursos públicos, como en estos dos casos, pero no, ahí no se mete la tijera por pura ideología, por intereses de partido, por carencia del impulso moral que tanto se echa de menos en la gestión de esta crisis en España. Tertulias del “día a día” al margen, tenemos crisis para rato, de hecho, según la bien fundamentada previsión de Juan Ignacio Crespo en su libro “Las dos próximas recesiones”, aún nos esperaría una tercera recesión antes de 2020, es decir, necesitamos sacar de donde sea recursos económicos para inversiones productivas y sociales vitales para el futuro del país. Redes episcopales de la Iglesia Católica y redes de partido en las Diputaciones no son la única fuente de obtención de recursos para salir de ésta, pero no tiene perdón que se les proteja a la vez que se pone en riesgo, por falta de medios financieros, el futuro del país.